miércoles, 3 de febrero de 2010

Qué hacer cuando los hijos se alejan de Dios


 

reocupa enormemente a los padres cuando sus hijos adolescentes o jóvenes toman una postura negativa ante Dios, teniendo en cuenta que en el hogar se les transmitieron los valores religiosos y años después, cuando alcanzan un poco de autonomía, libertad y razón, han decidido rechazar todo lo que represente Dios.

Cuando esta situación se presenta en las familias, algunos padres pueden reaccionar de manera coercitiva obligando al hijo a asistir a Misa o a las diferentes celebraciones religiosas. Otros padres optarán por dejarlo que se aparte y que él mismo vuelva a encontrase con Dios.

Partiendo de la base que no es fácil esta dificultad con los hijos, lo importante es obrar de una manera adecuada para impedir que ese alejamiento se aumente, pues muchas veces la sola reacción de los padres es la que hace que los chicos se aparten aún más.

Antes de explicar qué hacer cuando sucede esta problemática, debemos analizar previamente algunos factores determinantes:

La fe tiene varias etapas

La fe también tiene un ciclo natural en la vida del ser humano. Así como explicaba el Padre Calixto en su artículo para el periódico El Colombiano: "Nuestra vivencia religiosa discurre por cuatro etapas: Aquella fe de la primera Comunión. Una segunda que vivimos durante la adolescencia, llena de incertidumbres y altibajos. Otra más, que se esfuma y puede morir en nuestra edad adulta. Y quizás una cuarta: Fe recobrada, cuando ayudamos a los hijos en sus tareas de religión".

Rebeldía, característica propia de los adolescentes

En esta etapa de la vida, los seres humanos atraviesan una etapa de inconformismo y un querer cambiar el statu quo. Muchas veces, ni siquiera saben contra qué se están rebelando, pero es esa búsqueda de identidad que ronda en sus mentes, la que los impulsa a desestabilizar todo lo que los rodea, incluso sus padres. Hay casos en que ni siquiera se rebelan ante Dios, sino ante sus propios papás, los cuales se convierten para ellos en una amenaza constante durante la adolescencia.

Si entendemos este contexto, podemos darnos cuenta de que la raíz del problema es otro y no necesariamente tiene que ser Dios.

Malas influencias

Una persona cercana a nuestro hijo, puede estar haciendo las veces de cuestionador de la fe. No nos olvidemos que durante la adolescencia y/o juventud los amigos son las personas más influyentes en nuestros hijos. Y una mala amistad puede hacer mucho daño. Cuando veamos cierto rechazo de nuestro hijo hacia la religión, comencemos a indagar sobre sus amistades, conozcámoslos, invitémoslos a casa y ojalá tengamos algún contacto con sus familias.

Si confirma que este es el problema, ni se le ocurra prohibir esta amistad, lo único que logrará será sentar una guerra con su hijo. Tendrá que usar otras tácticas más sutiles que lo alejen de esa inconveniente persona.

El control extremo

Ya no son niños y eso debe quedar muy claro. Ellos han crecido y son personas que pueden razonar, elegir y tienen poder de decisión, aunque todavía sean inmaduros. Cuando ejercemos un control extremo sobre los hijos, se nos puede devolver en nuestra contra. A estas edades, se supone que hemos educado en valores y confiamos en la educación que le hemos infundido a lo largo de estos años. Por tanto, no es recomendable obligarlos ni imponerles la religión, pues terminarán objetándola.

¿Qué hacer entonces? 

1. Acompañarlos, nunca dejarlos solos

No nos engañemos, cuando nosotros mismos pasamos por la etapa adolescente también pudimos haber sentido desasosiego y algo de rebeldía. Así que hagamos un esfuerzo por comprender al hijo y acompañarlo en este proceso.

2. Nada de reproches y regaños

Aunque sabemos que nuestro hijo está equivocado, no es motivo para hacerle reproches o comentarios que lo hagan sentir mal. Este tema no se debe convertir en un tormento ni un espacio de "cantaleta" y regaños. Por el contario, el diálogo ameno y positivo le dará mejores resultados.

3. Nuestro ejemplo y coherencia

No hay mejor educador que el ejemplo. Debemos ser coherentes con la Palabra de Dios y hacer que nuestras obras sean acordes a lo que profesamos. Si los hijos ven que tratamos bien a las personas, somos honestos, respetuosos, responsables, pacientes, caritativos, amorosos, ellos captarán el mensaje y terminarán aceptando los beneficios de tener a Dios en la vida.

4. Hablarles positivamente de Dios, como un amigo, no como un castigador

Debemos transmitirles a los hijos la enseñanza de Dios de forma positiva, pues el Señor nos quiere a todos y perdona nuestras fallas. Presentémosle a Jesús como su amigo, su compañía, su protector.

5. Rezar por nuestros hijos

Por último, lo mejor que podemos hacer, es rezar por nuestros hijos, encomendárselos a la Virgen María para que vuelvan y se acerquen de nuevo al Señor.

El decálogo del político católico, bajo la sombra de Tomás Moro.

La naturaleza y la responsabilidad que conlleva la vocación a la acción política consisten en usar el poder legítimo en consecución del bien común de la sociedad. El político católico debe hacer todo lo posible para que la ley positiva se identifique al máximo con la ley natural

En el comienzo de un nuevo milenio, nuestra sociedad vive intensas transformaciones que influyen en la creación de una nueva dimensión de la política. El relativismo imperante, hijo del declive de las ideologías ha propiciado la uniformidad de los políticos, tecnócratas movidos por la voluntad volátil de los grupos de interés. En este momento, se precisa la necesidad de redescubrir el sentido de la participación de los católicos en la vida pública. La política es un compromiso que exige vivirse como un servicio a la sociedad. El político católico por su visión y comprensión del hombre y la sociedad debe dar un testimonio público de estar al servicio de la persona, por encima de los intereses creados, y dispuesto incluso al sacrificio máximo de su persona.

En este sentido, Juan Pablo II decidió proclamar el 31 de octubre del 2000 a Tomás Moro como patrono de los políticos, por ejemplo de coherencia, honestidad, entrega y fidelidad a una conciencia labrada por el humanismo católico. Este insigne hombre de gobierno puso, por su formación, a la persona humana como fin supremo de su servicio en la vida pública.

Pero, ¿Quién fue Tomás Moro? Nacido en Londres en 1478 en el seno de una familia de alcurnia, su padre fue un hombre de leyes que quiso que el joven Tomás siguiese los mismos pasos. A los doce años pasó a ser paje en la casa del Cardenal Juan Morton, canciller del rey Enrique VII y Arzobispo de Canterbury. Juan Morton fue el encargado de convertir Inglaterra en un estado moderno al estilo que Luis XII estaba llevando en Francia y como Fernando e Isabel estaban también haciendo en España. La debilidad de la alta nobleza inglesa causada por la guerra civil de las dos rosas que había llevado al exterminios de las dos familias rivales y al triunfo de los Tudor, favoreció el nacimiento de un Estado moderno dinamizado por personas formadas en las enseñanzas clásicas y con vocación de servicio a los demás.

De este modo, el adolescente Tomás Moro se fue haciendo en los rudimentos de la vida pública inglesa. A parte, prosiguió sus estudios de leyes en Oxford y Londres, convirtiéndose en un humanista interesado en el griego y en otros saberes clásicos. Sin embargo, el joven Moro tenía una sensibilidad espiritual que le llevó a llevar una vida ascética y al trato con los frailes menores del convento de Greenwich. Incluso a los 24 años, decidió permanecer cuatro años, de 1498 a 1502, con los cartujos de Londres, llevando su vida y pensando que quería Dios de su vida. No obstante, Tomás Moro llegó a la conclusión de que su sitio estaba en seguir a Dios desde su vocación laical, a través del matrimonio y creando una familia.

En 1505 Tomás Moro encontraba el amor en la persona de Juana Colt con quien tendrá cuatro hijos. Sin embargo, poco tiempo después, en 1511 fallecía la mujer de Tomás Moro. El joven letrado, viudo y con la carga de mantener material y esencialmente educar a cuatro niños, casó de nuevo con Alicia Middleton, que también había enviudado y tenía una hija de su primer matrimonio. Tomás Moro se convirtió en algo más que un cabeza de familia convencional. Su familia, en un concepto de familia amplio y no nuclear, del que formaban parte una ama de casa y una hermana de leche de su mujer, se convierte en un núcleo donde se vive una intensa religiosidad y práctica de la Fe. Tomás Moro oye Misa todos los días, práctica una rato largo de oración, viste en su interior camisas de áspero tejido que le sirven de cilicio penitencial, acciones que le sirven para tener un alto concepto de la entrega a los demás y de dirección espiritual de sus próximos, como su familia. Este intimismo religioso del que forma parte Tomás Moro, es practicado por un reducido número de personas de alta formación humanística y espiritual, que pretenden alcanzar a Dios a través de la oración, el recogimiento, la meditación y la práctica ascética. Esta Devotio Moderna marcará a Tomás Moro y a hombres de su tiempo como Erasmo de Rotterdam, Tomás Kempis y Adriano de Utretch.

En cuanto a su vida pública, su formación al lado de Juan Mortón le sirvió para proseguir a las órdenes de Enrique VII y su actividad profesional representando los intereses de los comerciantes ingleses ante los del otro lado del canal de la Mancha le dio un gran prestigio como jurista. En 1504 Tomás Moro era elegido por el rey para representar a la ciudad de Londres en el parlamento inglés, era su primera intervención directa en la vida pública. Cuando en cinco años después murió Enrique VII, el nuevo rey Enrique VIII le revalidó en el cargo y es encargado de misiones diplomáticas en Francia y Flandes, en una de las cuales conocerá al joven príncipe Carlos Habsburgo, futuro emperador de Alemania.

Su carrera política prosigue con brillantez y al poco tiempo entra a formar parte del consejo del reino del canciller del reino, el Cardenal Tomás Wosley. A partir de entonces será juez presidente de un tribunal, vicetesorero y portavoz de la Cámara de los comunes en 1523. Aunque sin olvidar su cultivo de la cultura, Tomás Moro es un humanista reconocido que se escribe con los mayores intelectuales de la época como Erasmo de Rotterdam, Luis Vives o Pico de la Mirándola. Como ellos y por su vocación política escribe Utopía, su obra más conocida y divulgada. En Utopía el letrado londinense proyecta su modelo de sociedad. Si en un primer momento el libro es una crítica abierta a una sociedad europea que se va transformando y modernizando, pero perdiendo los valores que la forjaron en beneficio del dinero. Después, Tomás Moro se extiende idealizando una sociedad donde la guerra, los abusos de los reyes y el interés por los materiales preciosos están marginados. Al contrario la sociedad que describe es igualitaria, los hombres y las mujeres trabajan por igual y familia es la base de la sociedad de Utopía. No es casual que cuando Hernán Cortés parta a la conquista del Imperio Azteca, este libro se convierta en la obra de cabecera del insigne conquistador.

Sin embargo, en aquel momento Inglaterra esta perdiendo su prestigio internacional. La alianza de Inglaterra con Francia por la acción política de Tomás Wosley lleva a un fracaso tras otro y la vida disipada del canciller convence a Enrique VIII para que sea sustituido. En 1529 Tomás Moro es nombrado canciller y se convierte en el primer laico que ocupa la jefatura del gobierno. No obstante, en la cúspide de su carrera política es cuando Tomás Moro tendrá que demostrar su valía como persona coherente con sus ideas. Enrique VIII decide repudiar a su mujer, la reina Catalina, emparentada con el poderoso Carlos I de España y V de Alemania. El hecho volvía a plantear un intento de la realeza inglesa por imponerse a la autoridad de Roma en un tema absolutamente canónico. El rey finalmente decide tomar la jefatura de la Iglesia de Inglaterra para subordinarla a sus intereses sensuales.

Tomás Moro fiel a la verdad, mantiene la coherencia de su pensamiento y dimite en 1532 de su puesto de canciller al oponerse a la desobediencia a Roma. Su retirada de la política estará acompañada por el abandono de muchos de sus antiguos conocidos y una vida marcada por la estrechez económica. Dos años después, en 1534 Enrique VIII le propone el juramento de aceptación del cisma anglicano, que Tomás Moro sigue rechazando, siendo apresado y encarcelado en la Torre de Londres. En este momento es donde el carisma personal de Tomás Moro toma más altura al mantener su postura frente a las amenazas y llevar su entrega hasta el mismo momento de aceptar la injusta condena a muerte con la designación del deber cumplido. En 1886 será beatificado junto a otros mártires ingleses y en 1935 canonizado por Pío XI, con ocasión del cuarto centenario de su martirio.

La vida de Tomás Moro desarrolla una actividad pública al servicio de la persona que le lleva a defender sus ideas con coherencia, serenidad profesional y llega al total desprendimiento de la vida cuando debe mantener la defensa de la verdad, apoyándose en su fortaleza interior. El estadista inglés se proyecta desde el pasado como un modelo de hombre político al que los católicos pueden seguir para desarrollar su vida pública en el siglo XXI al servicio de la justicia.

La naturaleza y la responsabilidad que conlleva la vocación a la acción política consisten en usar el poder legítimo en consecución del bien común de la sociedad. En este sentido, el político católico no debe dejarse llevar por los intereses personales o de partido, sino buscar el bien de la totalidad de la sociedad, y en primer lugar de los más desfavorecidos. La preocupación que debe mostrar el político católico debe estar en luchar por la justicia y la igualdad de oportunidades. Las personas que pierden el vagón, que quedan abandonadas ante la competencia de hoy, los relegados de la vida moderna deben ser los que queden más amparados por la actividad de los católicos públicos.

Sin embargo, en la actual sociedad pluralista, el político católico se encuentra con la delicada misión de discutir leyes que plantean concepciones contrarias a la conciencia. No debe refugiarse en un lugar arrinconado y puro, sino de dar testimonio público de su Fe en al calle y vivir con coherencia con sus principios.

Esto significa que el político católico debe hacer todo lo posible para que la ley positiva se identifique al máximo con la ley natural. Por tanto, el derecho a la vida del ser humano, se convierte en la primera y principal trinchera del político católico. La persona humana desde su estado embrionario hasta su fase terminal debe estar protegida y a salvo de todo tipo de agresión o manipulación. Lo mismo ocurre con la defensa de la familia como célula básica de la sociedad y escuela de valores de los niños. A pesar de los frutos apreciables de las sociedades salidas del comunismo, donde la familia fue atacada con una legislación contraria. En el occidente capitalista, el relativismo impregna una sociedad que aprueba todo lo que quede respaldado por la mayoría parlamentaria. De este modo, en la actualidad se aprueban leyes contrarias a la unidad familiar y otorga validez legal a las uniones de hecho, incluso del mismo sexo.

La obligación del político católico está en defender y fortalecer la familia, muchos males sociales tienen su origen en la desintegración familiar, por lo que se da la necesidad de educar a los jóvenes en los valores familiares y formar con cada matrimonio una verdadera escuela de humanidad. El ejemplo de Tomás Moro como padre de familia y a la vez como hombre coherente con sus principios se proyecta de manera clara. Los más necesitados como los no nacidos, los ancianos o los enfermos incurables quedan en la actualidad indefensos ante leyes que no respetan sus derechos más elementales. El legislador católico tiene la obligación de servir de portavoz de sus intereses y ser el máximo defensor de unas personas que por su falta de rentabilidad social pueden verse despreciadas, marginadas y alentadas a aceptar una solución interesada.

En cuanto al efecto de la globalización, el pensador español Ortega y Gasset ya anunciaba sus efectos con la denominación de mundialización, pero este fenómeno del desarrollo de nuestro tiempo no se circunscribe únicamente al campo económico, basado en la libre iniciativa de mercado y que determina la producción y los precios. Sino que la globalización y el neoliberalismo imperante tienen una dimensión cultural y política que afecta a la ciudadanía de nuestros países. Ante la cultura de la muerte, Juan Pablo II lleva defendiendo en sus 23 años de pontificado "la cultura de la vida". Si la globalización se produce en el campo económico, porque debe seguir un efecto paralelo en los auténticos derechos humanos. ¿Qué papel tienen los más necesitados de la sociedad, los enfermos, ancianos y no nacidos en la futura aldea global?.

Para un político católico del siglo XXI el primer principio que ha de regir la globalización es el valor inalienable de la persona humana, base de todos los derechos humanos y del orden social. En un momento en que la investigación científica plantea nuevas fronteras como la clonación humana, el legislador católico debe, desde la defensa de los derechos de la persona, evitar la reducción del hombre a un producto comercial que responda a los intereses de unos pocos.

Sin embargo, aunque la globalización signifique un aumento de la interdependencia en el mundo y los desastres como guerras, enfermedades, limpiezas étnicas, crisis económicas... implican una dimensión mundial que llega a nuestros hogares a través de la universalización de la comunicación. Este fenómeno también tiene la contrapartida de proceder a una concienciación internacional de la solidaridad. Si los individuos, cuanto más indefensos son, más necesitados están del apoyo de sus semejantes. El político católico se ve en la necesidad de ayudar a entretejer una red de solidaridad internacional hacia los necesitados de otras partes del mundo. Los problemas tienen dimensiones internacionales y las respuestas no bastan que sean nacionales, han de tener la participación de todos los países con medios a su alcance.

Sin embargo, el efecto de la globalización no debe tender a la uniformidad y a la asimilación de todos, perdiendo los pueblos su identidad y prerrogativas. Desde siempre el catolicismo ha defendido el derecho de subsidiariedad y el político católico debe actualizar la defensa de un principio que fue defendido por los católicos sociales de principios de siglo XX y que ahora es imprescindible. Cada persona, familia, comunidad, nación tiene el derecho a mantener sus competencias y regirse según sus costumbres. La globalización no tiene porque absorber anónimamente a los pueblos y perder una variedad cultural y social que identifica a la persona con las raíces de su origen.

Por tanto, la integración que propugna la globalización para que sea útil debe contar con políticos católicos que defiendan las garantías sociales, legales y culturales de las personas, las comunidades nacionales y los grupos intermedios. Elementos estos últimos necesarios para vertebrar una sociedad moderna. Al mismo tiempo, el político católico debe sentirse apoyado e inspirado por una realidad viva de un catolicismo social y dinámico, que alimente un asociacionismo ciudadano que plantee problemas y soluciones, y que desde su fortaleza organizativa haga que el político, portavoz de sus intereses canalice la nueva situación de la globalización por los lindes del progreso de la dignidad humana.

José Luis Orella.